Porque es domingo y todo apesta.
“Cuando estaba solo, José Arcadio Buendía se consolaba con el sueño de los cuartos infinitos. Soñaba que se levantaba de la cama, abría la puerta y pasaba a otro cuarto igual, con la misma cama de cabecera de hierro forjado, el mismo sillón de mimbre y el mismo cuadrito de la Virgen de los Remedios en la pared del fondo. De ese cuarto pasaba a otro exactamente igual, cuya puerta abría para pasar a otro exactamente igual, y luego a otro exactamente igual, hasta el infinito. Le gustaba irse de cuarto en cuarto, como en una galería de espejos paralelos, hasta que Prudencio Aguilar le tocaba el hombro. Entonces regresaba de cuarto en cuarto, despertando hacia atrás, recorriendo el camino inverso, y encontraba a Prudencio Aguilar en el cuarto de la realidad. Pero una noche, dos semanas después de que lo llevaron a la cama, Prudencio Aguilar le tocó el hombro en un cuarto intermedio, y él se quedó allí para siempre, creyendo que era el cuarto real. A la mañana siguiente Úrsula le llevaba el desayuno cuando vio acercarse un hombre por el corredor. Era pequeño y macizo, con un traje de paño negro y un sombrero también negro, enorme, hundido hasta los ojos taciturnos. «Dios mío -pensó Úrsula-. Hubiera jurado que era Melquíades.» Era Cataure, el hermano de Visitación, que había abandonado la casa huyendo de la peste del insomnio, y de quien nunca se volvió a tener noticia. Visitación le preguntó por qué había vuelto, y él le contestó en su lengua solemne:No habrá llovizna de flores amarillas, pero te extrañaremos Gabo.
-He venido al sepelio del rey.
Entonces entraron al cuarto de José Arcadio Buendía, lo sacudieron con todas sus fuerzas, le gritaron al oído, le pusieron un espejo frente a las fosas nasales, pero no pudieron despertarlo. Poco después, cuando el carpintero le tomaba las medidas para el ataúd, vieron a través de la ventana que estaba cayendo una llovizna de minúsculas flores amarillas. Cayeron toda la noche sobre el pueblo en una tormenta silenciosa, y cubrieron los techos y atascaron las puertas, y sofocaron a los animales que durmieron a la intemperie. Tantas flores cayeron del cielo, que las calles amanecieron tapizadas de una colcha compacta, y tuvieron que despejarías con palas y rastrillos para que pudiera pasar el entierro.”
Pudo ser un domingo cualquiera. De esos que te levantas con la boca seca y lagañoso de tanto dormir, de esos en los que solo enciendes el tv para ver fútbol sin levantarte de la cama o aquellos en los que dejas que la pereza le gane a la voluntad sin remordimientos; esos en los que no importa nada, en los que no cambia nada. Un domingo sin desayuno; sin horas ni minutos que midan el tiempo ni alarmas que lo subleven. Pudo ser un domingo cualquiera, pero no lo fue. Lo visitó la muerte.
Sonó el celular un poco después de las 3 de la mañana. Antes de contestar se sentó en la cama y alistó su mente. Respiró profundo. Dijo aló con la mirada fija en la pared color melón y la mente en blanco, diría que estaba preparado, pensaba que estaba preparado para escuchar la voz quebrada del otro lado del teléfono diciéndole lo que ya esperaba, lo que a esas alturas era inevitable; pero no lo estaba. Nadie lo está.
La muerte es simplemente un puñal que sabes que dolerá pero que no sabes por qué parte de tu cuerpo entrará a herir tus entrañas. Y te desgastas, y bajas la mirada y te vuelves fuerte en tus cuatro paredes pero el mundo te espera para recordarte que no lo eres tanto, que llorarás. Cuelgas el teléfono y vuelves a respirar profundo. Una repentina sensación de desconcierto, un teléfono que vuelve a sonar pero que no contestarás al menos hasta que vuelvas a pensar con relativa claridad.
La noticia de muerte te entró por un oído y te sale por los poros. Piensas que fue inevitable, que fue mejor eso al sufrimiento, piensas en la postración de una enfermedad que no dio tegua. Lloras porque ya no aguantas y miras al cielo como buscando una explicación que no llega. Te descompones por dentro cuando recuerdas que orabas pidiendo misericordia y que el dolor del pecho desapareciera. Te sientes culpable, sientes que no hiciste suficiente mientras llegan a tu mente las palabras de aquella última conversación. Aquella conversación que sabes que marcará tu vida de una manera que aún no entiendes pero que entenderás. Vuelves al mundo cuando vuelve a sonar el teléfono, no contestas porque nada más importa en ese segundo, solo tú y ese dolor del que después de un tiempo te esconderás para no pensarlo. Al menos hasta que duela menos el echar de menos a quien ya no está. Y no es redundancia, es dolor. Suena el teléfono otra vez. La voz al otro lado te dice que es hora de preparar todo para el funeral. Entonces el domingo ya no es igual.
Entonces la vida ya no es igual.
Todo se jodió porque tengo la manía de joderlo todo. Soy como el rey midas al revés en esto de las relaciones y no es que eso sea interesante o algo de lo que me enorgullezca, más bien se siente bien feo saber que por tu culpa todo se va al carajo y solo queda el dolor de todo. Como dije anteriormente en algún lado: El amor tiene un precio que no me siento capaz de pagar por ahora.
En cuanto a la canción, Thalía dista mucho de ser mi artista preferida, es más, pienso que ha jodido con versiones flojas algunas de mis canciones preferidas (acá y acá), y seguro Manías es una canción más de esas canciones de letra fácil que no pasará la prueba del tiempo. Pero la escuché y me pudo un poco; venga que de vez en cuando las canciones nos golpean, nos dan en el piso y no dan tregua. Esta es una de ellas por varias razones que no vale la pena comentar ahora porque no los quiero aburrir ni parecer lastimero. Lo único que tienen que saber por ahora es que aunque sé que todo estará bien en unas semanas, hoy me duelen todos los acordes de esta rolita y ante eso, como buen masoquista, solo me queda darle al play un rato más hasta que pase.
Ya les cuento
“A donde vas, por que te vas
por que dejaste un gesto
de ti por cada esquina”