Pudo ser un domingo cualquiera. De esos que te levantas con la boca seca y lagañoso de tanto dormir, de esos en los que solo enciendes el tv para ver fútbol sin levantarte de la cama o aquellos en los que dejas que la pereza le gane a la voluntad sin remordimientos; esos en los que no importa nada, en los que no cambia nada. Un domingo sin desayuno; sin horas ni minutos que midan el tiempo ni alarmas que lo subleven. Pudo ser un domingo cualquiera, pero no lo fue. Lo visitó la muerte.
Sonó el celular un poco después de las 3 de la mañana. Antes de contestar se sentó en la cama y alistó su mente. Respiró profundo. Dijo aló con la mirada fija en la pared color melón y la mente en blanco, diría que estaba preparado, pensaba que estaba preparado para escuchar la voz quebrada del otro lado del teléfono diciéndole lo que ya esperaba, lo que a esas alturas era inevitable; pero no lo estaba. Nadie lo está.
La muerte es simplemente un puñal que sabes que dolerá pero que no sabes por qué parte de tu cuerpo entrará a herir tus entrañas. Y te desgastas, y bajas la mirada y te vuelves fuerte en tus cuatro paredes pero el mundo te espera para recordarte que no lo eres tanto, que llorarás. Cuelgas el teléfono y vuelves a respirar profundo. Una repentina sensación de desconcierto, un teléfono que vuelve a sonar pero que no contestarás al menos hasta que vuelvas a pensar con relativa claridad.
La noticia de muerte te entró por un oído y te sale por los poros. Piensas que fue inevitable, que fue mejor eso al sufrimiento, piensas en la postración de una enfermedad que no dio tegua. Lloras porque ya no aguantas y miras al cielo como buscando una explicación que no llega. Te descompones por dentro cuando recuerdas que orabas pidiendo misericordia y que el dolor del pecho desapareciera. Te sientes culpable, sientes que no hiciste suficiente mientras llegan a tu mente las palabras de aquella última conversación. Aquella conversación que sabes que marcará tu vida de una manera que aún no entiendes pero que entenderás. Vuelves al mundo cuando vuelve a sonar el teléfono, no contestas porque nada más importa en ese segundo, solo tú y ese dolor del que después de un tiempo te esconderás para no pensarlo. Al menos hasta que duela menos el echar de menos a quien ya no está. Y no es redundancia, es dolor. Suena el teléfono otra vez. La voz al otro lado te dice que es hora de preparar todo para el funeral. Entonces el domingo ya no es igual.
Entonces la vida ya no es igual.
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