Yo tenía miedo decir lo que pienso porque no quería equivocarme y hacer el ridículo. Temía contradecir lo establecido y evitaba exponer mis reflexiones sobre lo que observaba porque me pensaba no apto y falto de experiencia. Dudaba de todo, pero no lo decía, quería cambiar al mundo de alguna manera sin embargo me encerraba en mi mismo y buscaba que mis pensamientos no se conviertan en palabras o que mis palabras no las escucharan o leyeran muchos porque hablar cuando no se sabe –pensaba- es peor que no hablar. No compartí con nadie este blog tanto tiempo porque pensaba que mis escritos no valían la pena y no aportaban. Hoy, si tuviera que buscar una razón para todo lo anterior diría que el miedo al ridículo me bloqueaba.imagen tomada de http://web.mac.com
Un día, en mi incansable búsqueda de lecturas en la web, encontré un ensayo que hizo que entienda que el ridículo puede ser fuente de los más claros pensamientos. El ridículo cómo algo a lo que no hay que temer sino como un evento casi necesario en el proceso de crecer y aprender, el ridículo como “el elemento dinámico, creador e innovador de toda conciencia que se quiera viva y que experimente lo vivo”. Porque las cosas que son perfectas pierden su humanidad de alguna manera y están condenadas al olvido, mientras los actos ridículos pueden ser continuadas, mejorados y por ende mantenerse vivos.
El miedo al ridículo te detiene, convierte toda posibilidad de un acto prometedor en un acto muerto. Por miedo al ridículo Pepe no invita a la chica que le gusta a salir. Por miedo al ridículo, un hombre enamorado se guarda en público el “te amo” que en privado no tiene miedo de decir. Por miedo al ridículo nuestras ideas están condenadas a vivir únicamente en nuestra cabeza, perdiendo así toda posibilidad de ser mejoradas y desarrolladas.
Así que creo pertinente –y aunque lo crean ridículo- hacerles a través de este valioso ensayo de Eliade Mircea, una invitación a ser ridículos, es decir – y como leerán a continuación- un poco más sinceros, pues no existe un acto humano sincero que no sea ridículo.
Invitación al Ridículo
Pienso que el ridículo es el elemento dinámico, creador e innovador de toda conciencia que se quiera viva y que experimente lo vivo. No conozco ninguna transfiguración de la humanidad, ningún salto audaz en la comprensión ni ningún descubrimiento pasional fecundo que no haya parecido ridículo a sus contemporáneos. Pero eso no es prueba suficiente, pues todo lo que supera el presente y el límite de la comprensión parece ridículo. Hay otro aspecto del ridículo y ese es el que me interesa: la disponibilidad, la vida eterna, la fecundidad eterna de un acto, de un pensamiento o de una actitud ridícula. El ridículo nos enseña siempre: cada uno lo puede asimilar e interpretar a su manera, se es libre de sacar de él lo que se quiera y de hacer con él todo lo que uno desee. No sucede lo mismo con lo que es racional, justificado, verificado, reconocido. Se trata aquí de verdades o actitudes que no conciernen a la vida presta a aparecer. Convierten al mundo en una plataforma estable. Nadie las discute, nadie duda de su veracidad. Pero están muertas. Su victoria es su lápida. Son adecuadas para las familias, las instituciones y la pedagogía.
Uno puede leer un buen libro, uno de esos libros perfectamente escritos, perfectamente construidos, destacados por la crítica, aprobados por el público, coronados de premios. Un buen libro, es decir, un libro muerto. Es tan bueno que en nada conmueve nuestro marasmo ni nuestra mediocridad; por el contrario, se integra perfectamente en nuestros cortos ideales, en nuestros pequeños dramas, en nuestros vicios mezquinos, en nuestras pobres nostalgias. Eso es todo. En diez o en cien años ya nadie lo leerá.
Todo lo que no es ridículo, es caduco. Si tuviera que definir lo efímero, diría que es todo lo que es perfecto, toda idea bien expresada y bien delimitada, todo lo que se muestra racional y comprobado. A menudo la mediocridad tiene como atributos “perfecto” y “definitivo”. Los tomos de filosofía de un profesor francés de provincias están mucho mejor escritos, son mucho más racionales y serios que cualquier panfleto del siglo XIX que fecundó decenas de ideas y fue comentado en decenas de libros. Evitar el ridículo significa rechazar la única posibilidad de inmortalidad. El único contacto directo con la eternidad. Un libro que no sea ridículo, o una idea unánimemente aplaudida de entrada, ha renunciado, por el hecho mismo de su éxito, a toda potencialidad, a toda posibilidad de ser retomado y continuado.
Creo que una buena definición del ridículo seria esta: lo que puede ser retomado y profundizado por otro. No me refiero al ridículo maquinal, como el del hombre vulgar con una chistera o la niña haciéndose pasar por mujer fatal. Ese es un ridículo superficial, un ridículo social creado por automatismos e inhibiciones, sin fecundidad espiritual, como todo acto reflejo.
Pero pensemos en el ridículo de Jesús, que afirmaba ser hijo de Dios con absoluta contundencia; en el ridículo de un don Quijote, agonizante porque la gente (gente con los pies en la tierra, gente razonable, gente con temor al ridículo, gente muerta) no estaba dispuesta a tomar a una maritornes por su dulcinea; o en el ridículo de Gandhi, quien, a la diplomacia y a la artillería británicas, opone la no violencia, la vida interior y la fuerza de la contemplación. Imaginemos todas las fuentes de vida, todas las simientes y toda la savia que la gente ha encontrado y seguirá encontrando —cuando el rastro de los creadores “perfectos” haya desaparecido desde millares de años antes— en la vida y pensamiento de estos hombres absolutamente ridículos.
Todo acto que no sea ridículo, en mayor o menor medida, es un acto muerto. Esto se verifica en la más cotidiana y banal vida social. Cuando uno toma el té en un salón y vuelve a colocar tranquilamente la taza en su sitio, realiza un acto perfecto, un acto muerto, pues no hay consecuencias ni en su conciencia ni en la de los demás. Pero ¡deja caer la taza al suelo derramando el té en la falda de una señorita que habla francés y pídele excusas tartamudeando mientras tratas de borrar la metedura de pata secando el parquet con el pañuelo de batista! por un instante eres ridículo, pura y simplemente ridículo. De pronto, el acto se llena de innumerables virtualidades. Lo estas pasando mal y en ese instante de turbación y de pánico comprendes que tu vida es inútil, que la de los demás está vacía, que eres un mono grotesco bien vestido y perfectamente arreglado en un salón adonde se va a perder el tiempo, adonde se va empujado por el miedo a la soledad, por atracción hacia las vacuidades. Toda una filosofía a partir de una taza de té rota por descuido. iY eso no es nada!, porque solo has sido ridículo en una mínima proporción. Ve a decirles a la cara lo que piensas de su té, que en el fondo es lo que piensa todo ser dotado de razón, diles francamente que están perdiendo el tiempo, que se están engañando, que llevan una vida artificial, fáctica, inútil. Diles todo eso y dilo con pasión. Entonces serás realmente ridículo, entonces la gente se burlara de ti, entonces comprenderás que no puedes vivir tu vida sin ser ridículo. Porque el ridículo se resume en esto: vivir tu vida, desnuda, inmediata, rechazando las supersticiones, las convenciones y los dogmas. Cuantos más personales somos, más nos identificamos con nuestras intenciones, más coinciden nuestros actos con nuestras ideas, y más ridículos somos.
El ridículo es una formula lanzada por los hombres contra la sinceridad. No existe acto humano sincero que no sea ridículo. Lo que el amor tiene de realmente exaltante consiste en haber logrado suprimir el ridículo entre dos seres, suprimir la censura aplicada de un modo maquinal a su sinceridad. El amor solo es ridículo para una tercera persona. Las otras grandes sinceridades lo son también para una segunda persona.
Así pues, resulta que los libros, los autores que un día fueron ridículos en razón de su sinceridad despojada y total, poseen virtualidades infinitas que pueden ser retomadas y profundizadas por cualquiera de nosotros. Con los libros ridículos sucede algo extraño: no afectan del mismo modo que un hecho social ridículo, porque los leemos en la soledad, cuyos valores no son los mismos que los de la colectividad. Somos más sinceros cuando estamos solos, puesto que no echamos el cerrojo a nuestra sensibilidad ni a nuestra inteligencia en aras del buen sentido y de la lógica. ¿Por qué una paradoja oída en público irrita y, en cambio, fascina leída en soledad? ¿Por qué lloramos de emoción al leer una confesión, mientras que nos crispamos molestos si la oímos en publico? Quizás porque entonces haga su aparición el ridículo, esa censura a la sinceridad, censura creada por la sociedad para frenar el individualismo en sus excesos.
Miro a mi alrededor y, con toda franqueza, sólo los hombres y autores ridículos son capaces de enseñarme algo. Sólo ellos son sinceros, solo ellos se desnudan sin reticencias ante mis ojos. Sólo ellos están vivos. Llegará un día en que morirán a su vez y en que también serán distribuidos racionalmente en sistemas, en que serán aceptados y colmados de honores. No quiero evocar casos demasiado ilustres. Mencionaré únicamente a aquel hombre de un ridículo absoluto que es el único autor que no me atrevería a leer en público. Me refiero a Soren Kierkegaard, a quien hoy en día se consagran volúmenes de crítica, al que se traduce, comenta, comprende, y al que se mata. En un cierto sentido está muerto, y, sin embargo, ¿cuántas fuentes de vida y de pensamiento no se encuentran todavía hoy en el loco de Copenhague? Porque en cualquier momento puede ser retomado y continuado.
Así que olvida el ridículo ¡A vivir!
Solo el ridículo merece ser imitado. Pues sólo imitando el ridículo imitamos la vida; entraña, en efecto, la absoluta y completa sinceridad de la vida, y no las ideas fijas y convenciones que son las caras de la muerte. Y en cuanto a la muerte, bien sabe Dios que ya bastante la encontramos en todos nosotros.
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