abril 18, 2014

Adiós Gabo


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Se fue Gabriel García Márquez un jueves santo como uno de sus personajes emblemáticos. Se fue y a los que le admiramos y nos sentimos vinculados de alguna manera a su persona (extraño sentimiento ese de sentirte de alguna manera cercano a alguien a quien ni siquiera conoces gracias a la admiración de su obra) nos deja un poco de tristeza.

Leí 100 años de Soledad cuando era un adolecente. Fue la primera novela importante que leí después de una iniciación floja con libros de Carlos Cuauhtémoc Sánchez y Paulo Coelho. Me deslumbró, supe que tenía que leer más libros del Gabo y lo hice. Así fueron pasando novelas que me gustaron y otras que no (Memoria de mis putas tristes por ejemplo es una novela que no me atrapó un ápice), pero fueron sus cuentos, sus doce cuentos peregrinos los que definitivamente me pudieron. El rastro de tu sangre en la nieve, El avión de la bella durmiente, La santa y otros cuentos de los que hoy no recuerdo los títulos, conforman esta recopilación de cuentos particularmente hermosos.

Y nada, quería despedirme del Gabo transcribiendo la que para mí es la muerte más creativa y mejor narrada de toda la literatura que he leído. La muerte del José Arcadio Buendía.
“Cuando estaba solo, José Arcadio Buendía se consolaba con el sueño de los cuartos infinitos. Soñaba que se levantaba de la cama, abría la puerta y pasaba a otro cuarto igual, con la misma cama de cabecera de hierro forjado, el mismo sillón de mimbre y el mismo cuadrito de la Virgen de los Remedios en la pared del fondo. De ese cuarto pasaba a otro exactamente igual, cuya puerta abría para pasar a otro exactamente igual, y luego a otro exactamente igual, hasta el infinito. Le gustaba irse de cuarto en cuarto, como en una galería de espejos paralelos, hasta que Prudencio Aguilar le tocaba el hombro. Entonces regresaba de cuarto en cuarto, despertando hacia atrás, recorriendo el camino inverso, y encontraba a Prudencio Aguilar en el cuarto de la realidad. Pero una noche, dos semanas después de que lo llevaron a la cama, Prudencio Aguilar le tocó el hombro en un cuarto intermedio, y él se quedó allí para siempre, creyendo que era el cuarto real. A la mañana siguiente Úrsula le llevaba el desayuno cuando vio acercarse un hombre por el corredor. Era pequeño y macizo, con un traje de paño negro y un sombrero también negro, enorme, hundido hasta los ojos taciturnos. «Dios mío -pensó Úrsula-. Hubiera jurado que era Melquíades.» Era Cataure, el hermano de Visitación, que había abandonado la casa huyendo de la peste del insomnio, y de quien nunca se volvió a tener noticia. Visitación le preguntó por qué había vuelto, y él le contestó en su lengua solemne:
-He venido al sepelio del rey.
Entonces entraron al cuarto de José Arcadio Buendía, lo sacudieron con todas sus fuerzas, le gritaron al oído, le pusieron un espejo frente a las fosas nasales, pero no pudieron despertarlo. Poco después, cuando el carpintero le tomaba las medidas para el ataúd, vieron a través de la ventana que estaba cayendo una llovizna de minúsculas flores amarillas. Cayeron toda la noche sobre el pueblo en una tormenta silenciosa, y cubrieron los techos y atascaron las puertas, y sofocaron a los animales que durmieron a la intemperie. Tantas flores cayeron del cielo, que las calles amanecieron tapizadas de una colcha compacta, y tuvieron que despejarías con palas y rastrillos para que pudiera pasar el entierro.”
No habrá llovizna de flores amarillas, pero te extrañaremos Gabo.

abril 13, 2014

Un domingo cualquiera

Pudo ser un domingo cualquiera.  De esos que te levantas con la boca seca y lagañoso de tanto dormir, de esos en los que solo enciendes el tv para ver fútbol sin levantarte de la cama o aquellos en los que dejas que la pereza le gane a la voluntad sin remordimientos; esos en los que no importa nada, en los que no cambia nada. Un domingo sin desayuno; sin horas ni minutos que midan el tiempo ni alarmas que lo subleven. Pudo ser un domingo cualquiera,  pero no lo fue. Lo visitó la muerte.

Sonó el celular un poco después de las 3 de la mañana. Antes de contestar se sentó en la cama y alistó su mente.  Respiró profundo.  Dijo aló con la mirada fija en la pared color melón y la mente en blanco, diría que estaba preparado,  pensaba que estaba preparado para escuchar la voz quebrada del otro lado del teléfono diciéndole lo que ya esperaba, lo que a esas alturas era inevitable;  pero no lo estaba. Nadie lo está.

La muerte es simplemente un puñal que sabes que dolerá pero que no sabes por qué parte de tu cuerpo entrará a herir tus entrañas.  Y te desgastas, y bajas la mirada y te vuelves fuerte en tus cuatro paredes pero el mundo te espera para recordarte que no lo eres tanto, que llorarás. Cuelgas el teléfono y vuelves a respirar profundo.  Una repentina sensación de desconcierto,  un teléfono que vuelve a sonar pero que no contestarás al menos hasta que vuelvas a pensar con relativa claridad. 

La noticia de muerte te entró por un oído y te sale por los poros. Piensas que fue inevitable,  que fue mejor eso al sufrimiento,  piensas en la postración de una enfermedad que no dio tegua. Lloras porque ya no aguantas y miras al cielo como buscando una explicación que no llega. Te descompones por dentro cuando recuerdas que orabas pidiendo misericordia y  que el dolor del pecho desapareciera. Te sientes culpable, sientes que no hiciste  suficiente mientras llegan a tu mente las palabras de aquella última conversación. Aquella conversación que sabes que marcará tu vida de una manera que aún no entiendes pero que entenderás.  Vuelves al mundo cuando vuelve a sonar el teléfono,  no contestas porque nada más importa en ese segundo, solo tú y ese dolor del que después de un tiempo te esconderás para no pensarlo. Al menos hasta que duela menos el echar de menos a quien ya no está.  Y no es redundancia, es dolor.  Suena el teléfono otra vez. La voz al otro lado te dice que es hora de preparar todo para el funeral.  Entonces el domingo ya no es igual.

Entonces la vida ya no es igual.