septiembre 05, 2008

El chuchaqui del siglo XX

Por Gonzalo Peltzer, Públicado en Diario El Universo en su edición del día Viernes 5 de Septiembre del 2008.



Llevo años anotando explicaciones con paciencia de monje medieval. Es que no encuentro la precisa, la que exprese con claridad lo que nos pasa a los argentinos. Por eso paré los oídos y la respiración el día en que Pilar Rahola, la periodista catalana, le preguntó inocente al doble ex presidente de Uruguay, Julio María Sanguinetti: “¿Hacia dónde va la Argentina?”. “El problema, mi querida Pilar, es que la Argentina no va hacia ninguna parte”, contestó don Julio con un resoplido. Otra vez nos dijo otro presidente oriental que somos todos ladrones, y recalcó “del primero al último”, pero sospeché de esta como de cualquier generalización, más propia de los integrismos fanáticos que de un pensador con criterio.

Hace pocos días me ocurrió con un sabio profesor español que lleva unos 50 años en nuestra América y que no nombro para no ponerlo en el yunque del poder: “Lo que nos pasa es que andamos con resaca de populismo”. Y me recordó que el siglo XX fue época terrible: dos guerras como nunca había visto la humanidad, exterminios en masa, genocidios, deportaciones colectivas... Y también que fue el siglo del comunismo, una ideología que hace apenas 30 años nos parecía eterna y que se desbarató dejando solo flecos que perduran arrumbados como tiranías en Cuba y Corea del Norte, olvidados como los pedazos dispersos del mapa perfecto de Borges: aquel tan grande –y tan inútil– como la superficie de la tierra que representaba.

El siglo XXI llegó a Sudamérica con el chuchaqui del populismo que se adueñó del poder en el continente por años y años del siglo pasado, como botones que se alzaban cuando otros se aplastaban. Aunque algunas lo fueron, no me refiero a las dictaduras militares que se volvieron moda degenerada con el beneplácito bastante elocuente, en muchos casos, de la Casa Blanca. Populista fue el gobierno militar de Juan Velasco Alvarado en el Perú, los de Getulio Vargas en Brasil, de Juan Perón en la Argentina o de José María Velasco Ibarra en el Ecuador. También el de Alfredo Stroessner en Paraguay y el de Anastasio Somoza en Nicaragua. Fujimori fue el último que lo intentó, pero ya no estaba el horno para esos bollos.

“El peronismo es una máquina electoral que muta hacia los votos”, me dijo hace poco –y lo anoté en mi cuaderno de citas célebres– un amigo peronista visceral, de esos que le rezan a Evita antes de acostarse. Pero no creo que esa sea una definición tan cabal del peronismo como del populismo. El populismo usa al pueblo para mantenerse en el poder: no pretende servirlo sino servirse de él. No le interesa sacarlo de la pobreza porque medra con la miseria generalizada: cuanto más pobres más populismo. Tampoco quiere impedir la ignorancia –que es mucho peor que la miseria– porque el electorado educado los reventaría con sus votos. El pueblo inculto y pobre es obediente a los mesías de cartón, cree en la retórica hueca pero vehemente de los cínicos y no discierne la mentira de la verdad. Es pasto fácil de la cultura de la vagancia y también amigo del dinero fácil. El Estado lo es todo en los populismos y más que todo. Es quien paga los sueldos y también los subsidios y hasta intenta adueñarse de los medios de comunicación. Llena la caja con el dinero de los que producen y la vacía derrochándolo en los que no trabajan, que los votan encantados una y otra vez y de nuevo y otra vez más. El populista subsidia el transporte para que sea barato y baja los precios a fuerza de perseguir a quienes los suben. Entonces aparece infalible el desabastecimiento: faltan justo las mercaderías que la gente más necesita porque deja de ser negocio producirlas. Hasta que el gobierno se le ocurre fabricarlas por su cuenta y entonces es todo mucho más barato y hay más empleos para los vagos recontentos y ultraoficialistas. Para colmo les sobra el tiempo para dar vivas al gobierno en actos y mítines en los que se paga a buen precio la asistencia y dan billete por el aduleo, el aplauso fácil y los bombos y las cornetas y los tambores que calientan la diarrea verbal del poder. Eso sí, la leche y el pan se vuelven imbebibles e incomibles, pero entonces el cinismo les echa la culpa a los millonarios, que para todo populismo es el enemigo número uno del pueblo soberano.

Los argentinos suponemos que la resaca es síndrome de abstinencia y la aplacamos con un poco de cerveza. Los colombianos curan el guayabo con caldo de costilla. En las farmacias de Paraguay se vende sin suspicacias un remedio marca Resacol. Y en el Ecuador el cebiche es milagroso. Todo chuchaqui tiene su lado bueno y su lado malo. Lo malo es el dolor de cabeza, lo bueno es que se pasa pronto.

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